El 1º de mayo de 1982 desactivó una bomba alojada en la bodega del ELMA (Empresa Líneas Marítimas Argentinas) Formosa, un barco abastecedor de alimentos y pertrechos, acercándose al buque en un bote de goma, con embravecidas olas que hacían peligrar su estabilidad y la vida de sus ocupantes.
Y el 23 de mayo desarmó cuatro bombas esparcidas en la pista por el accidente de un A4Q, que aterrizó de emergencia. El piloto, Carlos Zubizarreta, logró eyectarse, pero falleció poco después.
Unos días más tarde, el 13 de junio, en la base de Río Grande, mientras un Dagger (C-418) se preparaba para una salida a cargo del capitán Roberto Janett, accidentalmente una de las dos bombas que portaba sufrió un desperfecto técnico producto de una involuntaria maniobra y Miranda logró retirar velozmente la espoleta evitando lo que hubiese sido un gran desastre en la base de esa ciudad. Aquel día estaban todos los aviones cargados, los pilotos en sus asientos y todo el personal de mecánicos. Además, había un polvorín de campaña aproximadamente a unos sesenta metros, la torre de vuelo y la planta de combustible.
Esos hechos lo hicieron merecedor de la condecoración militar, algo que lo llena de honor, pero también de inmenso orgullo a todos los sanluiseños.
Esos hechos lo hicieron merecedor de la condecoración militar, algo que lo llena de honor, pero también de inmenso orgullo a todos los sanluiseños.
Miranda, quien nació el 26 de abril de 1952 en Villa Mercedes y tiene dos hermanos (Ramón Clemente y María Yolanda), es un poco reacio a hablar de su vida y de su histórico protagonismo en el conflicto del Atlántico Sur. Nos mostró su casa y el recinto donde tiene todos los recuerdos que atesora con pasión y patriotismo.
"No soy de hablar mucho sobre lo que pasó en 1982, pero es una buena oportunidad para refrescar mi memoria, aunque llevo todo en mi mente y en mi corazón", admite.
Después de observar y tener en nuestras manos buena parte de sus recuerdos, nos sentamos cómodamente en ese espacio lleno de respeto, tan personal, donde pareciera que el tiempo se detuvo en aquel complicado 1982.
"No soy de hablar mucho sobre lo que pasó en 1982, pero es una buena oportunidad para refrescar mi memoria, aunque llevo todo en mi mente y en mi corazón", admite.
Después de observar y tener en nuestras manos buena parte de sus recuerdos, nos sentamos cómodamente en ese espacio lleno de respeto, tan personal, donde pareciera que el tiempo se detuvo en aquel complicado 1982.
El suboficial retirado dice que un helicóptero lo pasaría a buscar, por lo que mientras preparó sus herramientas en un pequeño maletín y quedó a la espera. Fue ahí —admite— cuando pensó en su familia, en su esposa y sus hijos: "Tomé una fotografía que siempre me acompañaba, besé las imágenes, le escribí unas frases en media carilla de una hoja y dos o tres renglones a mis hijos que eran unos niños y se la entregué a Miguel Rinaudo, un camarada amigo que vivía a media cuadra de mi casa en Tandil. El 'Gringo' se dio cuenta de que yo no estaba bien y me dio palabras de aliento: 'Dejate de romper las bolas que no te va a pasar nada', recuerdo que me dijo. Soy un convencido de que estas cosas mientras más rápido se hagan, mejor".
"Pasó la tarde y llegó la noche, el helicóptero nunca apareció. Sí llegó una camioneta doble cabina, con chofer y médico, todavía no sé para qué porque si la bomba explotaba no quedaban ni las uñas”, dice el veterano de guerra con un fino humor sarcástico.
“Partimos raudamente mientras me ofrecían tomar algo para calmar el intenso frío. Anduvimos un buen rato con el peligro que ello implica, éramos blanco fácil pese a la oscuridad. Llegamos a la orilla del mar donde había ambulancias y autobombas, mientras me confundían con un comando. Me subieron a un gomón con olas de más de dos metros de altura. Con una mano me sostenía de donde se pudiera, con la otra agarraba el maletín; la verdad, no se lo deseo a nadie”, recuerda Miranda.
Y sigue: "Nunca había desactivado una bomba que hubiera impactado en el blanco y no explotado. Amarramos a un remolcador y nos pusimos en contacto con el Formosa, que tenía 47 o 49 tripulantes. El capitán de ultramar, Juan Gregorio, se negó a la evacuación del barco y el capitán de Corbeta Juan Carlos Iannuzzo me comentó la situación y subí al Formosa. Sobre la plataforma se veía el paracaídas de la bomba".
La situación era por demás complicada: más de 50 vidas en peligro, temperatura varios grados bajo cero, mojados, de noche, con poca luz y una bomba de 250 kilos sin estallar.
Miranda se pone tenso, sus manos giran una sobre otra, mira fijo y da la impresión que siente aquel momento, que revive con el alma aquella lejana y peligrosa jornada en el mar.
"Ambos me acompañaron hasta la puerta de la bodega, bajé solo por una pequeña escalera, hasta que la vi. De inmediato noté que la habían acuñado con bolsas y palos para que no se moviera", relata.
El hombre hizo una evaluación de todo. La cola de la bomba había perdido una chapa producto del impacto, en cubierta había restos del paracaídas que utilizó para frenar su caída. Se trataba de un artefacto de origen español, estaban los cárcamos de hierro cortados al ras (dos ganchos que sujetan la bomba al avión). La bomba golpeó en el vértice, rompió la espoleta, fragmentos se introdujeron en el mismo artefacto, otros quedaron sobre la cubierta.
La historia dirá que con total frialdad, nervios de acero y bañado de adrenalina un sudor corrió por su frente, miró las fotos de sus hijos, de su esposa y les pidió que lo ayudaran en el desarme. Tomó con firmeza el maletín, sacó sus herramientas y comenzó a analizar el panorama. Su experiencia como armero jugaba a su favor, pero la posición no era de las mejores. Estaba dentro de un barco y no había mucho para pensar.
"La bomba estaba recostada, en su parte media mide 26 centímetros de espesor, en la parte baja, 13, y mucha longitud. Había que trabajar acostado boca abajo, con varios grados bajo cero. Me tiré al piso y con mucha dificultad, comencé. Un frío me recorría la espalda, de a poco fui utilizando destornilladores, alicates, pinzas, transpiraba, sudaba. Con una mano sostenía la linterna, con la otra trabajaba, de a poco fui sacando restos de la espoleta. Por momentos paraba, miraba las fotos de mis hijos y volvía, los minutos no pasaban nunca. Era interminable. Pensé que si explotaba no sufriría nada. Veía que los nervios me traicionaban y volvía a detenerme. Y así hasta que logré sacar el pedazo más grande de la espoleta y el fulminante. Ahí respiré aliviado, estaba bañado en transpiración, me sentía todo mojado. Sí, es verdad, tuve miedo, pero el miedo no me venció. Me volvió el alma al cuerpo, había pasado mucho tiempo, calculo que unos 50 minutos de máxima tensión, la bomba estaba desactivada", cuenta con detalles Miranda.
Desactivar la bomba posibilitó que el Formosa se hiciera a la mar. Miranda no sabía si podía informar de ese suceso, pero aconsejó que cuando estuvieran en Buenos Aires, solo personal de la Fuerza Aérea la bajara de su incómoda posición. "Con Gregorio e Iannuzzo volvimos a Río Grande, mi duda era si se podía decir que una bomba nuestra había impactado en una unidad naval de transporte argentino", reconoce.
El militar aclara que ellos nunca supieron que había barcos argentinos en la zona y que aviones argentinos, a más de 900 kilómetros por hora y haciendo vuelos rasantes, difícilmente pudieran identificar blancos. Los pilotos iban concentrados, enfocados en la mira telescópica. Pese a todo tuvieron muchísima suerte. No fueron cuatro bombas, fueron tres, el cuarto avión no alcanzó a tirar. Aclara que a esas bombas se las denomina "con explosión retardada" porque usan un pequeño paracaídas que le da lentitud al caer y evita que la onda expansiva alcance al avión que la arroja o al que viene atrás.
Su interés por ingresar a la Fuerza Aérea nació cuando estaba en la primaria, un día que fueron militares a visitar la escuela para reclutar interesados en la carrera. "Volví a mi casa loco de felicidad y les dije a mis padres que sería militar. Ramón, mi papá, quería que fuera perito mercantil aprovechando que el Colegio Nacional estaba a un par de cuadras de mi casa", contó.
Y agregó: "Vengo de un hogar muy humilde, donde siempre hubo que trabajar, eso hacía que el esfuerzo fuera el doble, mi padre es de Leandro Alem y mi madre de El Sauce (San Martín)".
Su primer destino fue la Base Área Material Río Cuarto, que no es una unidad de combate, pero sí el lugar por donde pasan la mayoría de las inspecciones de armamento del país. Allí Miranda estaba cómodo y se perfeccionó en su especialidad. En septiembre del '70 volvió a Villa Reynolds. "Quería trabajar con los aviones, no reniego de lo que aprendí pero prefería los aviones. Era como volver a mi casa, fue espectacular, siempre fui muy agradecido del personal civil de la base y de un suboficial mayor, fueron los que me formaron”, recuerda.
“Los soldados hacían el servicio militar a los 20, pero yo a los 17 era cabo. Estuve ahí hasta el '78. Ya sonaba muy fuerte el inminente conflicto con Chile. Entonces, Argentina compró unos Mirage M5 Dagger, de origen francés, que se armaban en Israel".
"La Fuerza Aérea decidió enviar personal a ese país para especializarse en armamento, circuitos eléctricos, mecánica y comunicaciones. Como electricista estaba el cabo primero Miguel Rinaudo, de mucha experiencia por haber estado en la base de Moreno en Buenos Aires. Se necesitaban armeros y pidieron uno a Mendoza, otro a Paraná y otro a Villa Reynolds", cuenta.
Miranda tiene 69 años y recuerda que cuando surgió el viaje a Israel no lo dudó, fue a un teléfono público en la terminal de ómnibus —vivían en el barrio Colón— y confirmó que sí. "Ya estaba casado y tenía dos hijos", reconoce.
"Partimos a Israel el 10 de septiembre del '78, los cursos fueron en castellano, menos el de armamento. El teniente Guillermo Posadas —quien hoy vive en Polonia— nos traducía, había que aprender todo del avión, motorización, electricidad, armamento hidráulico, radio y comunicaciones, éramos un grupo de más de 30 personas, tres oficiales técnicos, el jefe, dos tenientes (Posadas y Mamana) y 6 armeros. Allá se me daba vuelta la cabeza, porque en noviembre había nacido mi hija y yo no la conocía". (Continuará).
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Desarmó 4 bombas MK82 en tiempo récord y, mientras cambiaban la espoleta de una bomba en un C-418, solucionó una falla técnica.
Don Pedro Prudencio Miranda encontró de muy niño su pasión por los aviones. Nació en un hecho fortuito que lo marcó para siempre, ya que hoy es uno de los pocos militares argentinos que lleva en su pecho la Cruz al Heroico Valor en Combate, que entrega la Nación a sus héroes.
El domingo pasado, en la primera parte de su historia, hicimos referencia al primero de los tres sucesos en los que fue protagonista y acapararon la atención mundial. Hoy el militar cuenta cómo fueron los otros dos acontecimientos.
"El 23 de mayo de 1982, de la base de Río Grande había salido en misión una escuadrilla de cuatro aviones Dagger. A su regreso, uno de ellos, piloteado por el capitán de corbeta Carlos Miguel Zubizarreta, tuvo un problema cuando intentaba aterrizar, ya que se le reventó una cubierta. El piloto accionó el portabombas y se eyectó, con tan mala suerte que minutos después perdió la vida. Las bombas quedaron esparcidas en un radio de 30 metros", cuenta Pedro.
Miranda estaba en su taller de armamento, hasta ahí llegó el cabo Samuel Charra para contarle sobre el accidente. Minutos después, el teniente Galletti le informó que el capitán Robles, director de vuelos, pedía por su presencia.
“Mientras él desarmaba las fichas eléctricas de los cañones, señala que el avión portaba cuatro bombas de 250 kilos cada una y que en diez minutos llegarían cuatro aviones con poco combustible, con el agravante de que ellos no autorizaban su aterrizaje si las bombas estaban en la pista. Había que desarmarlas”, recuerda como si fuera ayer la gesta de Malvinas.
Según Miranda, en ese tiempo había mucha tirantez entre las fuerzas y eran marcadas las diferencias. "El capitán me dijo, 'vos decidís qué hacer'. Era mucho riesgo, con peligro inminente, el tiempo jugaba en contra nuestro. Pero tomé la decisión, eran cuatro vidas que se podían extinguir y la fuerza perdería cuatro aviones. Recuerdo que le dije 'que vengan, yo las desarmo'". Esos aviones llevaban las MK82 de origen estadounidense. No estaban golpeadas, solo sucias con barro y tierra. Fríamente comenzó con el desarme, extrajo el alambre que llevan como seguro y que sirve para terminar de armar la bomba en vuelo cuando el avión la lanza. Así quedan listas para explotar.
"Lentamente, con paciencia y con precisión milimétrica, fui desenroscando las espoletas y arrojándolas a unos 30 metros del lugar. Veía que todo el personal militar miraba de lejos, cuando de repente observo que una persona al trote se acerca al lugar del siniestro: era Carlos Guardia, un armero que venía a colaborar. 'No es justo que te juegues la vida por nosotros, nos estás ayudando una barbaridad'", le dijo. Juntos sacaron las restantes mientras los aviones pedían pista para aterrizar. "Fue tremendo. Contarlo es fácil, han pasado los años, el recuerdo es imborrable”, asegura.
Por ese hecho, suboficiales de la Armada le entregaron en plena guerra el pin de un exocet que le habían arrojado al portaaviones Invencible, el 31 de marzo de hace 39 años. "Fue el reconocimiento más sincero que recibí, me lo entregaron mis camaradas por haber desarmado las bombas del avión de Zubizarreta”, dice orgulloso Miranda.
Con precisión y muy buena memoria, va recordando hechos pocas veces contados. “El 13 de junio, el último día de combate, recibimos una orden fragmentaria a cumplir (orden de combate): tenían que despegar cuatro aviones y atacar a tropas que iban avanzando sobre Puerto Argentino. Pero hubo que cambiarles las espoletas Capa Tres por unas denominadas Capa E (eléctrica), que no tienen forma de ser reguladas, se lanzan directamente y demoran en explotar dos segundos y seis décimas”, narra con asombrosa precisión.
“Yo estaba trabajando en el Dagger Charles 418, había cambiado la espoleta de la bomba de atrás, cuando estoy haciendo lo mismo con la segunda, el seguro de la espoleta se me engancha y salta la chaveta, lo único que escuché fue un ruido, pegué un grito increíble y desesperante", sostiene y sentencia: "Creo que Dios nunca estuvo tan cerca mío como en ese momento". Su relato sigue: "Me quedé abajo del ala, le pego un pequeño golpe y empieza a desenroscarse, tiro para atrás y se quiebra, el explosivo queda adentro y la espoleta ardiendo, roza la bomba por la parte de afuera, la arrojo y pega en la punta del ala, no sé de dónde saqué fuerzas, pero volví sobre mis pasos para tirarla lo más lejos posible". Si pasaban décimas de segundos más, la base de Río Grande se hubiera convertido en un verdadero desastre militar, en una tragedia porque a escasos metros estaban los aviones a punto de partir, la planta de combustible aéreo, un polvorín de campaña con más de 600 bombas en línea recta el aeropuerto, más aviones y la torre de control, donde estaban los pilotos.
“Los que estaban a mi lado y vivieron de cerca esa situación fueron el capitán Roberto Jannet, hoy brigadier retirado, y el cabo principal Horacio Geuna, de Río Cuarto, que se retiró con el cargo de suboficial mayor", puntualiza.
"No tuve miedo —aclara de inmediato—. Estúpido hubiera sido si no actuaba. Y hoy digo que si lo vuelvo a intentar, no sé si sale igual. Fallar hubiera sido la mayor tragedia terrestre, una verdadera catástrofe, no tengo la menor duda”.
Antes de que finalizara el conflicto del Atlántico Sur, Miranda voló a la base de Tandil. Habían llegado aviones de Perú con destino a la base de Río Grande. “Los militares peruanos nos tenían que enseñar a colocar los misiles que en ese momento el país no tenía. Regreso el 12 y estoy hasta el 18, ya no había tiempo para nada”, añade con tristeza.
“El 19 de junio en la base de Río Grande estaba lista la primera tanda para volar a nuestros destinos. Ese día el comodoro Carlos Enrique Colino me dijo 'usted no va, está designado para izar la bandera mañana 20'. Le dije 'yo me voy, no tengo más nada que hacer acá'", rememora mientras enjuaga unas caprichosas lágrimas y agrega: “Me sentía muy mal por todo lo que habíamos perdido, me sentí defraudado, yo hice todo lo que estaba a mi alcance, quizá me tragué eso de que íbamos ganando, no lo sé. Desde los doce años tenía la ilusión de integrar la Fuerza Aérea, nunca pensé que nos tocaría entrar en guerra, menos para recuperar las Islas Malvinas y encima que perdiéramos, todo es muy difícil de asimilar”, sostiene entre sollozos.
“Subí al avión y despegamos a Tandil, para mí había terminado todo. Sentí una gran defraudación. Recién comencé a hablar de Malvinas en 2003, nunca lo hice con nadie como lo cuento ahora, menos con mi madre que ya falleció, ni con mis hijos que ya son grandes. Ellos se enteraban por lo que leían o les contaban. Nunca escucharon de mi boca todo lo que estoy diciendo. Por un lado, porque sentía que habíamos defraudado. Por el otro, porque sería un estúpido en negar que hubo miedo antes y después de los hechos, todo puede ocurrir en milésimas de segundo, no hay tiempo ni para pensar. El miedo vino después, ahí pensás lo cerca que estuvo de morir tanta gente. Reitero, mis hijos conocen de mi actividad por lo que han leído, jamás lo dije antes”, admite con firmeza.
El Ejército y la Armada ya habían condecorado a sus hombres. La Fuerza Aérea se demoró unos años, recién lo hizo entre 1993 y 1994. "Recuerdo que el jefe del grupo técnico, el vicecomodoro Hernán Alberto Daguerre, me llamó a su oficina para mostrarme la nueva ley donde estaba mi condecoración, la Cruz de la Nación Argentina al Heroico Valor en Combate", señala. El acto se hizo en la brigada y asistió la mayoría de su familia, menos su padre que ya había fallecido. A Daguerre, al jefe de la Vª Brigada de Villa Reynolds, comodoro Justo Gustavo Alberto Piuma, y dos suboficiales auxiliares, Roberto Osvaldo Alonso y Héctor Raúl Guerra, les entregaron la medalla Al Valor en Combate.
En medio de la nota, Pedro Prudencio le rindió homenaje a otro hombre de San Luis, Carlos Omar Ortiz, nacido en Santa Rosa del Conlara, que obtuvo la misma condecoración que él recibió . "Era enfermero, un verdadero valiente, se jugaba la vida en cada salida, se lo recuerda porque cuando arreciaba el bombardeo, él salía a buscar heridos. En una oportunidad, un capitán estaba malherido en las trincheras y con la columna destrozada, Ortiz lo cubrió con su cuerpo cuando caían las bombas. Fue un verdadero valiente que se jubiló como suboficial mayor, falleció hace un par de años en la Villa de Merlo".
Al regresar del conflicto bélico, llegó a Villa Mercedes casi de noche. "No nos esperaba nadie, me fui a mi casa, abracé a mi familia y traté de hacer las cosas lo más simple posible. Nosotros no somos un país guerrero. Debemos esperar y recuperar las islas a través del diálogo y que intervengan las Naciones Unidas para tener un voto y que se diga que las Malvinas son argentinas”, considera.
Miranda se jubiló como suboficial principal porque en la fuerza empezaron a modificar el sistema de ascensos, no le computaron los años en la Escuela de Aprendices y tampoco cuando estuvo en Buenos Aires. Según ellos, había que ascender por año de servicio militar simple. “Si durante 30 años fui el más antiguo, al final de mi carrera no correspondía que recibiera órdenes de quien yo había tenido bajo mi mando. Eso no se ve en las Fuerzas Armadas que son verticalistas ciento por ciento. Si los integrantes de una misma promoción tienen el mismo promedio de egreso, el más antiguo es quien nació primero. La carrera militar es verticalista, en ese sentido han hecho desastres”, cuestiona.
La historia dirá que el puntano se recibió a los 15 años de Mecánico de Mantenimiento de Aviones con la especialidad de Mecánico de Armamento.
Un año después se inscribió en el Centro de Instrucción Profesional para Aeronáutica, hoy Instituto Formación Ezeiza, donde cursó la carrera militar hasta fines de 1968, cuando egresó como cabo.
A Tandil fue como cabo principal. Al poco tiempo lo ascendieron a suboficial auxiliar y quedó a cargo del taller de armamento. Tenía dos jefes, uno de ellos nativo de San Luis, Waldo Quiroga, que se quedó a vivir en esa localidad bonaerense.
“El primero de abril de 1982 estaba a cargo de la patrulla cuando escucho por radio Colonia de Uruguay que estábamos por recuperar las Malvinas, no lo podía creer, para mí era casi imposible, se me puso la piel de gallina por la euforia que sentí. Al día siguiente me llamó la atención que aterrizaran unos Pucará para cargar combustible, volaban de Reconquista a Comodoro Rivadavia, pero debieron pernoctar en la base por una falla técnica. Comenzaba un movimiento inusual para todos, que desembocaría en la guerra", cuenta con una memoria prodigiosa.
“Como todos los días, se hizo la reunión de operaciones con jefes de unidad y jefes de grupo, preparé los listados de la gente y los aviones para salir en caso de urgencia. Todavía no teníamos destino, había que esperar órdenes”, rememora y sigue: “Hablo con el suboficial superior inspector Waldo Quiroga y le pregunto si quería estar al frente de un grupo. Quiroga me respondió que sí en el acto. Le di el uno por respeto, yo quedé en el dos. Así fue como se armaron los grupos técnicos”.
“No me gusta contarlo, no me gusta hablar de lo personal, pero los grupos se eligen por afinidad, experiencia y antigüedad. Otro mercedino, el cabo principal Roberto Vargas, amigo y con mucha experiencia, se sumó al grupo; y el cabo principal Ricardo Oliva fue al grupo uno”. Así comenzó todo.
En nombre de los 649 Héroes de la Patria, de aquellos que murieron posteriormente, de todos los sobrevivientes, de todos los que llevamos en Alto la causa de la Guerra del Atlántico Sur, en nombre de todos aquellos que hacemos esta página web.
Pedro Miranda Héroe de la Patria
GRACIAS TOTALES